Mi padre, cuando no encontraba trabajo como carpintero, se dedicaba a cultivar la tierra que un vecino generoso le permitía sembrar. Y con eso comíamos todos los días.
Ahora, que el mundo parece volverse loco, y las noticias de la irracionalidad rampante nos aturde, el regreso al contacto con la naturaleza es sanador.
Hoy, luego de dedicarle varias horas a desmarañar memorias para mi próximo libro, llegué a mi casa, en medio de una urbanización de esas que aun tiene espacios donde a la vegetación se le permite manifestarse, aunque limitadamente. Y allí estaba Jun, el tío de Yéssica mi esposa, un hombre de mano santa, de esos que toda semilla que siembra se le da, porque su alma es limpia y generosa, y la tierra lo sabe.
Jun agarró la vara que mi padre me había preparado para coger los aguacates de un árbol cercano a la quebrada Chiclana, y comenzamos a descubrir la infinidad de frutos que se escondían entre sus hojas, grandes verdosas y oscuras.
Junto a ellos pusimos unas panas, quenepas, yautías, pedazos de caña, y unos plátanos enormes, que Jun había cultivado en su pequeño terreno en Yabucoa.
No necesité mucho para que mi espíritu sintiera un gran alivio a la angustiosa realidad mundial que nos apabulle.
Regresemos a la naturaleza, miremos la agricultura como una salida de salvación a nuestro atribulado país. La juventud está lista. Los prejuicios generados por aquel progreso ficticio que sacó nuestros jíbaros del campo y los lanzó a los arrabales han quedado atrás. Es el momento. La Pachamama nos abre sus brazos.
Versión editada publicada en El Nuevo Día el 12 de noviembre de 2019
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presentada el 10 de octubre de 2019
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